Canal para los amigos
Ana Tobaruela Sievers
EL ARRULLO DE LA TARDE
El sol de aquella tarde se dejó escurrir sobre los tejados y como una sutil toquilla, gozosa y cálida, se restregó por las sábanas que yo tendía. Quizá en ese vaivén rozase mi cadera, tal vez fuera en la oquedad de mi espalda cuando retiré los brazos de la cuerda donde se columpió un momento, o, que por llegar la hora de irse a dormir quisiera jugar al escondite con el velaje de lencería doméstica. El caso es que templó todo mi ser hasta el punto de tener que tumbarme en la hamaca retando a una pulmonía por la baja temperatura del invierno.
No cerré los ojos. Mi mirada fue absorbida por las velas del galeón de la nostalgia y una vez más añoré mi ensueño en el que escuche cinco cuerdas de un instrumento mágico que levantó en su arco mi desasosiego. Los encuentros clandestinos. El deseo contenido por su ausencia, lacerante en mí. Sentir su boca sobre mis ojos donde se ahogaban en lágrimas porque consumíamos el tiempo. Su piel en la memoria de mis dedos, de mis labios y la untuosidad de su saliva. Su aliento en mi costado. Inspirar su aroma de morenez cetrina, de su cuerpo juncal y acerado, de sus rincones hermosos donde tantos besos sembré. El susurro de aflicción en el laberinto de mis oídos con un grito ahogado en el clímax del momento más íntimo. ¿Por qué me matas, amor?, estrangule la pregunta en el vacío.
Una brisa lenta como el aletear de mariposas al final del verano hizo que desde la cubierta del bajel viera la cabeza del padre de mis hijos entre un sin fin de papeles.
Siendo otra dentro de lo que yo era, bajé al salón y, como acto reflejo pero consciente de lo que hacía, puse un disco. Los primeros acordes y la voz de Gloria Estefan mecieron mis caderas. Me até el pelo en una coleta y me volví a mi marido. Ven –le dije- pégate a mi, ¿quieres? –añadí sin dejar de moverme. Vi como el arrobo se asomaba a sus ojos, entreabriendo sus labios, con los brazos ya extendidos hacia mí. Sé que aún me queda una oportunidad. Sé que aún no es tarde para recapacitar. La voz nos envolvía, yo deletreaba la canción como una colegiala, pero con la intención de la mujer adulta que soy. Quería hacerle entender lo que sentía de verdad, una ternura inusitada, desbordante, esculpirle con mis besos sé que nuestro amor es verdadero, con los años que me quedan por vivir, demostraré, cuanto te quiero. Pégate más a mi –me oí decir sensual- y el hombre que me bailaba, con el que llevaba casada dieciséis años, pasó las barreras de lo prudente. Con los años que me quedan, te haré olvidar cualquier dolor. Sabes que eres mi adoración, serás mi vida entera. No me puedo imaginar vivir sin ti. Haré que te enamores más de mí. Me dijo él sin ninguna entonación. Se lo agradecí infinito. Me abracé a él como si fuera mi último aliento. Si tengo primaveras en mis manos y alegrías para darle -le dije- y me aguijoneé por dentro, ¿por qué miro a otro lado? Sé que él me amaría aunque yo no le quisiera, ¿dónde mejor manantial de un todo?, si poseo los colores de la vida ¿por qué siento que me falta algo?
El sentirme mujer para otro hizo, si cabe, que me pudiera sentir hembra con mi marido y no sentir ningún pudor. Esa noche fui sultana en nuestra alcoba. Él la llenaba toda. Y yo, que desde hacía algún tiempo, estando en su cuerpo vagaba en los océanos con mi capitán de rumbo perdido. Esa noche no necesité bahía donde amparar mi secreto. Fui suya completamente.
Su móvil rompió el silencio de nuestra jaima y al levantarse él, admiré su espalda. Oyendo su voz a través del tabique; lloré por mí.
Almudena Martin-Montalvo
Berta
Oigo ruidos de cristal chocando: cumpliendo un rito llamado brindis. Música preparada con anticipación. Ruidos. Ruidos de carreras al trote, desacompasadas, por el pasillo. Berta, derrotada y vencida adrede antes de llegar a la meta que constituye el final del pasillo. Atrapada por su propia voluntad por unos brazos transformados por instantes en tentáculos, dirigidos los dos por las costumbres, sin saberlo, sin saberlo, ellos dos.
Silencios interrumpidos solamento por gritos entrecortados, disimulando el tono, tanteando la escala por ver si se llega al acorde conveniente y oportuno en cada situación que se sucede. Lecciones bien aprendidas. Ropa que se desliza tristemente por unos muslos jóvenes que ya saben lo que es el desamparo.
Expresiones de placer torpemente buscado y no encontrado. Un binomio forzado de carne ensamblada. La lluvia turbia que riega un campo no dispuesto a ser abonado.
Y así llega la hora de las sonrisas fugaces, de las expresiones y risas cotidianas para ocultar, quizá, quizá, la vergüenza que ni por asomo se ha de destapar; como se destaparon, por el contrario, los instintos...
Siento un cierto desapego por P*** y me imagino una - ¿por qué no había de ser? -comunicación a solas con “ella”. De repente, mi imaginación se dispara...
“Me gusta andar solo por la calle, Berta. Y no sabría cómo explicártelo. Me gusta mezclarme entre la gente. Así soy uno de ellos, pero soy distinto a ellos, Berta, soy yo, aunque no lo quiera o no sepa bien quién demonios es ese 'yo' que se me ha impuesto como un castigo o virtud, ¿entiendes? Yo, mezclado entre la multidud, andando al mismo paso que ellos, mirando desconfiadamente como ellos, preguntando la hora como ellos, rozando el culo de una mujer que me estimula en el metro, como ellos, rezongando ella conmigo, como con ellos.”
“Ayer tuve un sueño. Me quedé estúpidamente dormido, mientras me vestía, en el colchón.Tuve un sueño horrible”.
“Soñaba que me deslizaba en bicicleta por una carretera; no sabía adónde iba, ni me importaba en exceso. El sol estaba amable ese día, el campo estaba de buen humor también, dividido en dos por la carretera, como si de una cremallera abierta se tratase, y yo con mi bicicleta iba cerrándola. Cerrándola para siempre”.
“Recuerdo que iba cantando, casi cantando. Me dirigía a un lugar que no conocía de antemano, me dejaba llevar por la voluntad de la bicicleta o yo no sé de quién. Pero no era exactamente mi voluntad. Yo sólo asentía complacido a algo que escapaba enteramente de mis manos. Ni siquiera conducía el manillar, sólo apoyaba mis manos sobre él, él decidía adónde torcer, por dónde seguir, de dónde escapar, en dónde correr”.
“Y, sí, empezó a correr como una loca, desesperadamente, enfurecidamente; y derrapaba y chirriaba la cadena, y yo no me caía, aunque sentí un vértigo casi absoluto, la soledad del vértigo...”
“...hasta que yo, no pudiendo más, muriéndome de desgracia, agonizando, intenté, casi a ciegas, porque ya nada veía, ya nada distinguía con claridad, intenté agotar el delirio, primero accionando los frenos; no se podían mover : eran de piedra. Yo sólo podía sentirlo así por medio del tacto, pues no veía nada, no veía, por no ver, ni siquiera el negro reposado de la obscuridad...Todo eran rayas estridentes, de colores malditos que nunca antea habían sensibilizado mis retinas, colores que chillaban, que aullaban, ruidos ensordecedores, como si un monstruo mitológico estuviera agonizando y pidiera ayuda, ayuda desesperada, como si me atrajera como atrae un imán, sin poder elegir el no acudir. Y cada vez más, mis oídos eran taladrados con berridos alienantes...”
“Yo ya no era yo, yo me estaba diluyendo en un horror, sólo sentía vagamente, muy vagamente, que me diluía...en el espacio vacío, en la nada...dejaba de existir...”
...Y me desperté mojado en sudor. Y se acabó el terror: como si hubiera ido in crescendo, según aumentaba mi sudor, mis gotas de terror; ahora, resbalaban ya, cansadas, por todo mi cuerpo, hacia abajo, como huyendo...
Y al levantar la vista hacia la puerta, primero borrosamente, y después de manera precisa, la vi a ella, a Berta.
Su rostro era distinto esta vez. Todavía dudaba de que me hubiese despertado; ¿estaría entrando en otro sueño, si cabe más horripilante?
Y esta vez todo era distinto. Ella me miraba con un rostro patético, estaba realmente asustada, me pedía ayuda con los ojos, unos ojos – tengo que confesarlo – que me llamaron la atención más tiempo del que normalmente les hubiese concedido. Y un cuerpo que estaba a punto de derrumbarse, que sólo se apoyaba ya, y levemente, en el quicio derecho de la puerta.
De repente, su cabello negro, casi azul, empezaba a crecer y crecer sin parar, sin prisa, sin pausa, suavemente iba cubriendo su cuerpo desnudo y magullado. Casi estuve a punto de levantarme, no sé si inspirado por la lástima que me producía, para consolarla, para reconfortarla tal vez torpemente, con mis brazos, cubrirlo con algo lo más parecido al amor, porque, sí, porque el amor el amor por este ser quizá se me estuviera filtrando dentro adentro...y de repente, qué impotencia: el pelo se le caía en pedazos sólidos, y como un cáncer, se estaban extendiendo los moratones en círculos desordenados, iban ocupando poco a poco todos los límites de ese cuerpo. Por un instante leve, dirigí mi mirada apabullada a su rostro, insólito, que había detenido su expresión de dolor para detenerse inmóvil. Bajé de nuevo la vista a su cuerpo, que ya no estaba entero, que se estaba desintegrando, sin remedio.
...Yo sólo podía ser espectador de este segundo horror, más intenso que el primero si cabe...
FIN
Veronica
Veronica
Caballos de Veronica
Caballos de Veronica
domingo, 30 de septiembre de 2007
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